Vos haces tu vida interesante

Por Lia Pederzolli

Los habitantes del barrio Club Universitario son muy peculiares y salvo por algunos vecinos (entre ellos la entrevistada), casi nadie se habla entre sí. Según comentarios, no hay mucha identidad de buena vecindad, cada hogar hace su vida y los diálogos no se extienden de “buenos días, buenas tardes, hasta luego, ¿cómo le va?”. En la cuadra de calle Magnasco, por ejemplo, no hay asados, no hay fiestas de fin de año, nadie sabe el cumpleaños de nadie y si hay algún vecino nuevo nadie le da la bienvenida... es como si no existiera el barrio, sólo hay casas una al lado de la otra.

Llegando a la esquina de calle Francia hay una casita amarillenta cuyas paredes piden una nueva mano de pintura. 467 se llama a sí misma. Su propietaria, Darcy, es una mujer en sus tardíos cincuentas de amplia sonrisa.
Desde una habitación no lejana el televisor prendido hará compañía a la entrevista. “Siempre miramos televisión con el Carlos, nos gusta mucho mirar los policiales y esas series que pasan en el guarner o no se cómo se llama”. Contó que odia profundamente las novelas y que su pasión son las palabras cruzadas. Todos los meses se compra una revista. “Me gustan las bien difíciles, cuando tengo que ir al diccionario a buscar alguna respuesta”.
Creo que su gusto por el misterio se debe a que tiene una imaginación y una memoria privilegiadas. Ella a diferen-cia de los personajes de sus programas favoritos es sencilla y transparente. Una mujer simple como pocas.
Darcy es una mujer de un metro 60 de contextura rellena y cabeza amplia. Está orgullosa de su cabellera y sus numero-sas canas que nunca tapó con tintura.
Tiene ojos café y sonríe fácilmente. Es una mujer orde-nada y sincera en la vida. Se recibió de maestra en la escue-la Normal a los 16 años y todavía conserva la manía de usar muchos diminutivos para hablar. Siempre se vistió con colores alegres y ropa clásica.
Con la simpatía de siempre y durante las dos horas y me-dia que siguieron estuvimos dialogando sobre la vida, el tra-bajo, el amor y la familia.
Darcy es una “buscavida” simple y decidida. La única ma-teria pendiente que cree tener es estudiar en la universidad. Siempre le gustó pero nunca pudo hacerlo. “Antes estudiaban los que podían porque no todos podían bancar el estudio”, me explicó. Tuvo muchos trabajos: maestra, vendedora de ropa a domicilio, secretaria, organizó reuniones para vender “ta-pers” y muchos años de su vida trabajó en el ferrocarril. Viene de una familia pobre aunque no habló mucho de su niñez. Sólo se coló la explicación de que algo pasó entre sus padres y que su mamá se hizo cargo de ella y cuatro hermanos más cuando ella era sólo una niña. Su papá trabajaba en el ferro-carril y su mamá era modista.
Darcy es abuela de siete nietos cuyas fotos empapelan una de las paredes de la sala. Es de esas personas que pueden hablar hasta la madrugada sin parar, sin respirar y sin embargo siempre mantiene “el hilo” de la conversación. Hablar con ella es leer Las Mil y una Noches una y otra vez. Tiene un poder especial para llevarte de una historia a otra más aden-tro y dentro de esa historia a otra más adentro; pero siempre vuelve al relato principal y hace un cierre.

PERFIL

Darcy María Helia Cabrera de Dusse nació en Urdinarrain el 8 de abril de 1943. “El nombre Darcy es originario del Brasil”, me explicó. “Hay muchas “Darcys” de mi edad porque el presidente Vargas vino en 1943 del Brasil de visita con su esposa que era tan bonita y simpática que las mujeres le pu-sieron a sus hijas ese nombre. Tengo tres nombres: Darcy Ma-ría Helia, como el dios helio. Ese nombre no sé por qué me lo puso mi mamá, a todos nos puso nombres raros”.
Se casó con Carlos Dusse en 1967. se conocieron en un baile de tango con Alfredo DeAngeli y su orquesta en el club Neuquen. “Éramos bailarines de tango. Antes se hacían bailes familiares, bailes en los clubes, “asaltos”: las chicas lle-vábamos la comida y los chicos la bebida. Esos eran los pri-meros bailes de los chiquilines”.

DIALOGAMOS ASÍ...

—¿Siempre fuiste a los bailes?
—Yo empecé de muy chiquita a concurrir, 12 o 13 años, porque la acompañábamos a mi hermana más grande que tenía unos 20 años. Íbamos en grupos grandes con mis amigas, siempre con alguna madre, abuela o hermana mayor. Eran bailes para ir bien coquetas, con cartera, guantes y todo. Sombrero nunca usé porque no me gustan; pero había que ir bien linda. Y no-sotros éramos pobres porque mami no tenía, pero como cocía teníamos hasta tres tapaditos cada una, que en esa época era un montón.

—¿Cómo fue verlo a Carlos?. ¿O te vio él?
—Creo que nos vimos mutuamente y él me sacó a bailar. Carlos estaba sólo con su amigo y yo en grupo. Es más grande que yo casi tres años, por eso andaba solo. Además nunca fue de te-ner muchos amigos. En ese tiempo salía con uno medio atorran-te, mujeriego, para el piringundín. Pero a él lo tenían cor-tito en la casa así que nunca me preocupé. Antes era otra co-sa.

—¿Qué más te acordás de esos bailes?
—Nosotras íbamos al club Neuquen cuando quedaba en calle Ra-sedo y Av. De las Américas. Traían hasta cinco orquestas por noche y todas con músicas distintas, no era solamente tango. Había una orquesta central que venía de Buenos Aires y las locales. Rasiatti, Los Cinco Latinos, orquestas brasileras en época de carnaval, de todo salíamos a ver. ¡y así de gente! Lleno, lleno –agregó juntando los dedos de su mano explicando que no cabía ni un alfiler en el lugar.
Eran hermosos esos bailes, nos divertíamos... era volver en pata de tanto bailar. Lindas épocas, más tranquilas. Podías volver tarde a tu casa y no pasaba nada; ahora no se puede andar ni de día.

—¿Estuvieron mucho tiempo de novios con Carlos?
—Y sí, tres años.

—¿Era mucho tres años?
—Bueno, ahora hay de todo: algunos andan seis meses y se ca-san, otros no se casan nunca.

—¿Creés que es más difícil desde punto de vista económico em-pezar una familia ahora?
—Yo creo que antes era tan difícil como ahora pero no éramos tan pretenciosos. Ahora las chicas, y los muchachos también, aspiran a casarse y tener esto, tener lo otro. Antes se casa-ban con el rejunte. Nosotros por ejemplo, compramos el juego de muebles del dormitorio y lo dejamos en la mueblería como por un año y la mesa que todavía tengo y el juego de batería de cocina. Eso es todo, no compramos nada más.
No tenía lavarropa, no tenía heladera, no tenía televisor... bueno, ni existía.
Enseguida compramos la heladera pero nada más. ¡Imaginate! Yo era maestra, y maestra suplente. Y el Carlos es tornero, siempre trabajó en la fuerza aérea.

—¿Qué recordás de tus días como maestra?
—Yo me fui al campo a trabajar porque ahí se conseguía traba-jo más fácil. La ciudad era otra cosa, por año se recibían muchas maestras y era muy difícil encontrar dónde dar clases. Me acuerdo que me iba los Domingos a la tarde o Lunes por la mañana y volvía los viernes. Después, cuando nos casamos con el Carlos, trabajé poco en Paraná.

—¿Cómo era la docencia en ese tiempo?
—Algunas cosas han cambiado, sobre todo los chicos. Yo estuve casi diez años trabajando como maestra, siempre de suplente y los chicos del campo son diferentes, siempre tienen ganas de aprender y para ellos la maestra merece mucho respeto. En cambio acá me tocó hacer una suplencia en la escuela Nº 21 J. B. Teran, frente a la cárcel. Me tocó un quinto grado de re-pitentes a la tarden ¡imaginate!. Sufrí horrores. Tuve que ir conquistándomelos de a poquito. Había un chico, pobrecito, era terrible, un demonio. Ese fue el que más me costó. En aquel entonces no existía eso de mandarlos al psicopedagogo pero ese chiquilín era material de psicólogos.
Las gurizas terribles, pero después que lo tuve al Javier me adoraban. Me iban a planchar los pañales, en la época en que los pañales se planchaban.
Los pisos de esa escuela, no me los olvido más, estaban suel-tos y siempre rotos.
Después hice una suplencia en la Escuela Hogar uno meses pero no quise seguir porque tenes que ser muy sargentona. Era muy brava esa escuela, los chicos llevaban armas, trabajaban.

—Casi diez años trabajando como suplente... ¿Por qué nunca fuiste titular?
—La docencia es un trabajo hermoso; pero para vivir de eso no sirve. Yo siempre lo digo, en este país vivir de la docencia no se puede. Además, creo que está bien que la mujer trabaje pero en un trabajo complementario, para ayudar en la casa con otro sueldito, ayudando al marido. Y si te toca trabajar para mantener una familia con la docencia no se puede. No es un trabajo feo pero está mal pago para lo que es, lo que signi-fica ser maestro. Este país no valora a los educadores.

—¿Siempre trabajaste de maestra?
—En 1966 trabajé como secretaria en el Ministerio de Justicia pero tuve que dejar después de casarme porque no querían se-ñoras trabajando. Trabajé un año entero como secretaria pero tuve que dejar porque me casé. Ahí tenías que ser soltera porque ellos no querían que nadie se ausentara por materni-dad. Ahí sí que discriminaban. Y después mi mamá me anotó pa-ra ferroviario; porque mi papá era ferroviario y los hijos tenían prioridad para entrar a trabajar. Es dinástico.

—¿Y en el resto de tus trabajos sufriste discriminación?
—Y un poco sí. Bueno, en el magisterio no ahí éramos nosotras las que discriminábamos a los varones –dice con mirada pícara y leve tono de venganza-. En el ferrocarril no tenías la dis-criminación del Estado, porque nos pagaban a todos igual y no había comentarios cuando las mujeres quedaban embarazadas ni nada. Pero la discriminación era diferente. Yo trabajaba ro-deada de hombres, en ese trabajo la mayoría eran hombres pero siempre hubo respeto entre los compañeros. Por ahí un doble sentido o cuando se juntaban a charlar ellos hablaban mal, con malas palabras; pero a nosotras nos respetaban bastante.

—¿La discriminación era más bien “cultural” entonces?
—La mujer es distinta que el hombre, creo que es más empren-dedora. El hombre es más parco, se queda en un lugar cómodo. Allá cada tanto nos hacían rendir para ir avanzando y muchos, sobre todo los varones, creían que porque estaban hace mucho tiempo no tenían que rendir. Yo me tragaba los libros para sacar buenas notas siempre.
Para mí está bien lo que hacían porque si bien los hijos de ferroviarios teníamos prioridad sobre los demás, tenías que estudiar y rendir. Muchos renegaban por eso y algunos ni si-quiera habían terminado la escuela entonces veían cómo una avanzaba más.

—Así que no sólo porque eras mujer sino porque te iba mejor.
—Sí, no sé si me iba mejor. Yo estudiaba, soy docente y sé lo que son los números, el orden y esas cosas. En el trabajo que nosotros hacíamos se necesitaba tener todo ordenadito. Enton-ces los que habíamos estudiado crecíamos más que los que es-taban trabajando hace mucho más tiempo.
También sufrí discriminación política. Pero eso es otra his-toria, fue más por hacer la contra que otra cosa. Todos mis compañeros eran peronistas, todos, todos; y yo la verdad es que no tenía muchas cosas claras, no sabía nada de política pero sí era antiperonista. Entonces, cuando todos se afilia-ban al peronismo yo me hice radical. No hablaba nuca de polí-tica porque ellos ya sabían, pero lo cierto es que en esos tiempos la política no me interesaba, tenía cuatro criaturas en casa que me esperaban, ¡qué me va a interesar la políti-ca!. Además, la mujer no se metía mucho en esas cosas, no era un tema de mujeres. Nosotras éramos amas de casa y de políti-ca no hablábamos mucho.
Con los años me fui interesando más, cuando volvió la demo-cracia con Alfonsín. Pero es muy falsa la política.

—¿Y en qué consistía tu trabajo en el ferrocarril?
—Yo hice de todo –comentó llena de satisfacción-, eso es lo que siempre me gustó de ese trabajo, que terminabas haciendo de todo. Lo que más hice fue la parte de inventario: ordenar los repuestos que venían, para dónde salían, qué necesitaban las locomotoras; esas cosas. Estuve 22 años trabajando y no más porque después se terminó todo.

—¿Cómo viviste esos tiempos finales?
—Fue hermoso cuando había mucho trabajo, no te dabas cuenta y ya eran las 12 del mediodía y faltaba una horita. Después, desde el año ‘89 empezó la decadencia, los recortes con las locomotoras. Yo estaba en ese entonces en la parte de reapro-vistamiento de la locomotora, de los insumos, repuestos. Cuando se llevaron una de las dos locomotoras que había acá fue muy triste. Las cosas empezaban a paralizarse. Ahí empezó el trabajo psicológico: “van a cerrar, van a quedarse todos en la calle”, mandar a la casa a los mayores de 57 años y co-sas así. Vino el primer retiro voluntario y se fue un buen grupo. Yo seguí porque no quería creerles mucho. Aunque el ambiente ya era más feo.
Un día llegó una lista con tres o cuatro nombres y yo estaba, entonces me despidieron. No dije ni mu pero fue una sorpresa para todos porque uno pensaba que iban a echar al sinvergüenza o al borrachón pero resulta que nos echaron a los mejorcitos. Me trajo un jefe a mi casa y le conté al Car-los pero lo tomó re bien. Al otro lunes me llamaron diciendo que no me habían despedido nada, que había sido un error y la lista quedó sin efecto. Supongo que tendrían que habernos in-demnizado mucho y por eso habrán preferido que volvamos. Igualmente en 1991 hubo otro retiro voluntario y se fue la gran mayoría. Yo seguí.
Al año siguiente ya dejé.

—¿Te costó tomar esa decisión? ¿Les daban alguna explicación de por qué se venía todo abajo?
—No me costó dejar porque no se podía más. ¡No había nada, ni personal de limpieza! Las cucarachas te llevaban alzada. El tren ya no andaba, ya habían sacado todo. Menem privatizó porque supuestamente daba pérdida de 1 millón de pesos por día pero no se por qué ahora les dan subsidios a los priva-dos. Todos fueron negociados.

—Cuando escuchas que van a poner un tren bala, ¿qué opinas?
—¡Ah!, ¿sabés que digo? Pongan los trenes de nuevo para los pueblitos del interior. El tren bala es para los ricos y los turistas –la indignación inundó su rostro y sus palabras. La verdad es que nosotros somos un pueblo manso, ¡en las que es-tuvimos y no le armamos una revolución!
Deberían hacer fabriquitas, hagan escobas con lo caras que están, escobas de palma como las de antes. Hay tantas cosas para hacer, en vez de pagarles ese sueldito que les pagan por no hacer nada enséñenles a cocer a las mujeres. Que se pongan a hacer sábanas, toallas, cortinas, colchas para los hospita-les, guardapolvos para los chicos pobres. Con poquito se po-drían hacer tantas cosas, hoy el país tiene los medios para hacerlo –sentenció con énfasis.

—¿Ya no volviste a trabajar en relación de dependencia?
—No, y con la indemnización del retiro voluntario me hice unos pesitos paseándola de banco en banco.

—En los tiempos de la plata dulce.
—¡Claro! Si te dejaban poner la plata hasta a 15 días con in-tereses de hasta el 30%. Con los intereses nosotros pagamos las cuentas todo ese tiempo, casi ni sentimos que no estaba mi sueldo. Después compramos una casita más o menos y la arreglamos un poco y la pusimos a alquilar.

—¿Te costó dejar de trabajar?
—No, porque yo dejé de trabajar y vino mi primera nieta.

—¿Cómo fue trabajar y ser mamá a la vez?
—Siempre tuve alguna chica que se quedaba a la mañana porque los chicos iban de tarde a la escuela y yo trabajaba de 6 a 13. Pero tuvimos algunas malas experiencias y el Carlos pudo cambiarse y trabajar de tarde entonces a la mañana había al-guna chica pero el papá también estaba y cuando volvían de la escuela ya estaba yo.

—¿Tus hijos entendían que tenias que trabajar?
—En general sí, a veces la más grande se ponía a los gritos porque me iba. Yo me ponía mal, a veces me iba lagrimeando en el colectivo o andaba con la cara larga toda la mañana. Pero son los sacrificios que hay que hacer. Al final del día vos haces tu vida interesante.

En el 467 de calle Magnasco, barrio Club Uiversitario, las puertas de un hogar se abrieron para recibir a La ventada ciudadana. Próximamente será el turno del barrio Juan Manuel de Rosas de reconfirmar que “Todos tenemos historias para contar”.

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