El sol alumbra para todos

Por María Cecilia Pereyra

Como todo barrio tiene sus personajes, nuestro 3 de Febrero, emplazado en el cada vez más populoso barrio San Agustín, también los tiene. Son esas personas, a las que se conoce por algo. Se las conoce poco, pero todos sabemos de quién estamos hablando cuando, al menos, se pronuncia su sobrenombre.

Este es el caso de esa señora bajita, de cabellos blan-cos, ojos azules y una sonrisa distinguible, Doña Pepina, esa hermosa mujer que recorría el barrio repartiendo su pan casero. ¡Sí! La del pan casero.
Doña Pepina nació en nuestra ciudad el 9 de julio de 1933 y aún sigue viviendo, como desde hace varios años, en su casa de calle Galán al 1800. Esa casita que se destaca por tener en su frente un Aguaribay y en su entrada un alto y ancho arco de cemento de color amarillento. Un sendero que comienza en la vereda nos marca la dirección exacta para encontrarla. Allí estaba “la Pepi”, sentada en su sillón, pispeando hacia fuera. El día estaba espléndido y a pesar de sus años ella pare-cía brillar con el sol. Quien conoce un poco más de ella asegurará que su alegría se debía a que ese dia había llegado su hijo, Cacho, el sacerdote que vive desde hace varios años en Salta.
Dispuesta a conversar como siempre, y ansiosa por res-ponder los interrogantes, exclamó su única condición: “Vos me vas a ayudar, porque yo no sé si me acuerdo mu-cho”.

— Para empezar, Doña Pepina, ¿cuál es su verdadero nom-bre?

— Norca, mi verdadero nombre es Norca. Es un nombre ru-so porque mis padres tenían unos amigos rusos y la se-ñora se llamaba así, entonces mi papá, en honor a ella, me puso Norca — y entre risas agregó—, habrá estado enamorado papá, porque era muy enamoradizo. Y no es Pe-pina si no Pipina, que quiere decir muñeca. Dicen que yo era muy linda cuando era chica y me llamaban así. Pero acá, los criollos, me empezaron a decir Pepina. Y mi apellido es Bainella que significa bahia chica, y mi mamá era Cantoni. Soy de descendencia italiana. De Údi-ne, cerca de Venecia, al norte de Italia, al límite con Austria. Tengo familia en Austria por parte de papá y en Estados Unidos por parte de mi mamá. Hasta los 80 nos contactábamos pero ya después se fue diluyendo, es tan lejos. Pero mis padres son de Údine y ellos eran vecinos.

— ¿Cómo llegaron a la Argentina?

— Mi papá vino primero, estuvo unos años acá solito y le mandó la plata a mamá para que viniera. Le mandó una carta diciéndole que si estaba casada que lo disculpara y que si no lo estaba que se viniera para aquí, que la esperaba para casarse. Entonces, mi mamá se vino. Ella iba a venir en el Mafalda, ese barco atlántico que se hundió, pero mi mamá tomó el siguiente barco que era el Estela Maris. —Entre tantas anécdotas agregó—: La María, mi nieta, lo escribió a todo eso, es hermosa la historia. Mamá llegó con una familia amiga de Italia. Era jovencita, no conocía a nadie y, como no hablaba el idioma, andaba con papelitos. Gracias a Dios, subió al tren y llegó acá, a la estación de Paraná, y ahí la es-peraba papá, que era re romántico, en un carro mateo. ¿Viste esos que había antes? Esos de cuatro ruedas tipo para paseo que eran los taxis de la época, cerrados, con chofer, y él la esperó a mi mama ahí. La buscó y la llevó a vivir a calle Pellegrini, de Sebastian Vasquez para abajo. Ahí teniamos la carpintería, mi papá era carpintero, era la octava o novena generación de familia de carpinteros y mis hermanos mayores, el Italo y el Chichito, la continuaron. —Doña Pepina parecía nece-sitar unos instantes en su relato para organizar sus recuerdos y continuar—¬. Ahí nací yo. Dicen que era muy hermosa cuando nací, que era una muñeca, sí, sí. Había una señora que quería que mamá me diera y mamá tenía miedo de sentarme en la puerta, de que me fueran a ro-bar. Era una señora que me codiciaba mucho porque yo era muy bonita, con rulitos, ojos celeste. Entonces mi mamá, que hablaba muy poco castellano porque no tenia mucha relacion con la gente, tenía miedo y no me senta-ba en la puerta.

— Entonces, Norca, usted tiene hermanos, ¿cuántos?

— Sí, diez hermanos somos. Vivíamos ahí cerquita de donde está la farmacia, ahí vive la Juana ahora. La mayoría nació en esa casa, los más grandes en calle Pe-llegrini, pero nos mudamos para acá.
Éramos diez hermanos, éramos unos cuantos… y mirá los nombres que nos ponian: el primero Italo Argentino; después la Mafalda; la tercera soy yo, Norca por esta gente; Aurora Bienvenida; otro Adolfo Benito, Adolfo por Hittler y Benito por Mussolini —confesó como en se-creto—, después está la Florencia Vitalia, la Alicia… eramos muchos.

Las pausas en su relato eran cada vez más recu-rrentes y aunque a veces revelaba los vacios en sus re-cuerdos, retomaba la palabra para seguir contando aun-que a veces desviándose de la historia.

— ¿En qué año se vino a vivir al barrio?

— ¡Ay! eso no me acuerdo… Yo nací en calle Pellegrini. Ahí crecí un poquito como hasta los cinco o seis años, después me mudé a dos cuadras para allá, antes de lle-gar a Montiel. Cuando me casé, viví unos años por Ave-nida Ramirez pero después compramos este terreno y me vine de nuevo para el barrio. Yo en el barrio conozco a todos, hacé de cuenta que me crie acá. Tengo 74 años y estoy acá hace como 68. Al barrio lo conozco bien. Co-nozco a todos, hasta la Adela. ¡No! más lejos, hasta el puente. ¡Sí! tenía muchísimos conocidos —concluyó con cierta nostalgia—.

— ¿Qué recuerdos tiene del barrio de cuando usted era chica?

— Era todo campo —una nueva pausa emergió como permi-tiéndole recorrer el barrio con su memoria—, estaba la quinta de don Carmelo, después vino a vivir doña Chela… La familia Torrilla, estaba la Nely Vasquez, los Figue-roa, nosotros, don Romero, los Prado no estaban, los Sione tampoco… Nuestra casa era todo campo, estaba don Rios, la Magdalena no había llegado todavía en esa épo-ca, los Reichert tampoco y ¿cómo era que se llamaba el viejito ese?… Después estaban los Villalva, la casa de mis padres, los Vicentin, don Cáceres, los Ortiz y en frente Ricardo.¬ —Se jactaba de nombrarlos a cada uno, como queriendo dar cuenta de que conocía a todos y que, a pesar de algunas distracciones en su memoria producto de su edad y de sus enfermedades, no olvidaba sus veci-nos. Y continuó…¬— Y más antes, cuando vivía con mi papá y mi mamá, todo era quinta… estaba la quinta de doña Angela Solari. La familia Solari fue uno de los prime-ros pobladores que tenían todo ese campo para allá, y después habia otro Solari mas acá, que papá le robaba los choclos, los traía y los cocinaba por que decía que dejaban que se pudrieran, entonces él los sacaba antes —recordó con una risa cómplice—.
Por acá todas las calles eran de tierra y por aquí pa-saban las vacas que llevaban al matadero (que estaba en La Floresta), y una vez se ganó una vaca en mi casa. Mi mamá estaba sentada en la puerta y una vaca mala se me-tió en mi casa y nos escondimos y entró el hombre que las arriaba y la sacó —comentó como perpetuando su ni-ñez.

— ¿A qué escuela iba?

— Yo iba a la escuela 20, la Calderón, pero a la vieja que estaba ahí, sobre Calderón, donde ahora es la téc-nica. Empecé ahí y después nos mudamos a la otra. Hice la primaria hasta sexto grado nomás. Mis nietos fueron ahí tambien pero a mi hijos los mandé a la Bavio porque como yo tenia un carácter bien fuerte, una vez me peleé con la maestra, con la señorita de quinto grado.

— ¿Por qué?

— No me acuerdo… ¡Ah!sí, era porque Evita había mandado cosas. Y a mí, la maestra no me había dado nada porque mi papá era carpintero. Y yo me enojé y ¡le dije de to-do! Me paré en el banco y le dije de todo. Y una chica Zapata de apellido me decía: “Pepina, ¿cómo te animaste a decirle?”, y yo le respondí: “le dije la verdad, por-que mi papá no es rico, mi papá es pobre. Nosotros so-mos diez hermanos”, y la señorita me tuvo que dar. En esa época nos pedían la talla de todos los niños y en-tonces yo le reclamaba el bolsito que me pertenecía. Y eso habrá sido en el `45 más o menos, y yo tenía carác-ter medio fuerte, así que… no me dejaba llevar por de-lante así nomás, ¡nooo!

¬— Contale, mamá, qué hacían con los zapatos cuando había barro —la interrumpió Cacho pretendiendo guiarla en su relato para que continue—.

—¡Ah!Era todo barro, entonces dejábamos los zapatos allí en la esquina del puente donde vivía un viejito. Íbamos con zapatillas y dejábamos los zapatos ahí para cambiarnos cuando salíamos. A veces cuando íbamos a los bailes también.

— Y cuando salían a bailar, ¿a dónde iban?

— Ibamos a bailar al club Paraná y al Neuquén también, que estaba por Racedo, y cuando estaba el ferrocarril había más vida ahí. Y de allá volvíamos toda la barrita a pie. Yo iba con una amiga y con la Villalba, ella me pedía a papá. Yo era re bailarina —afirmó orgullosa— y también bailaba con el Tino que siempre me sacaba a mí porque le gustaba cómo yo bailaba. ¡Le sacábamos viruta al piso! Me gustaba mucho el baile y también era canto-ra. Siempre cantaba y una vez don Vasquez me quería llevar a LT 14 para que yo cantara, pero mi marido era de más celoso y no me dejaba. —Su mirada se desvió hacia una de las fotos de la repisa en la que se halla-ba con su marido e intentando retomar el diálogo conti-nuó…— Yo estaba meta baile en el Neuquén y mi marido me miraba porque yo bailaba con un amigo de él, pero Car-los no sabia bailar.

— Eso era cuando andaba de novio con papá, con don Cés-pedes —interrumpió Cacho nuevamente habilitado por la pausa de su mamá, mientras tomaba la foto—.

— Cuénteme un poco de cuando se casó, ¿cómo conoció a su marido?

— Lo conocí en la casa de Santa Cruz, que era casado con mi hermana. Carlos había ido a hacer un trabajo y, ¿sabes cómo me conquistó? Yo estaba ahí parada debajo de una ventana y me traía vino —contaba mientras pare-cia revivir ese momento con cierta picardía—, a cada ratito me convidaba con vino, y yo por no decirle que no, tomaba un poquito. Me casé por iglesia en la Sagra-do Corazón, en la Saenz Peña —entre tantas pausas para recordar no se privó de contar las anécdotas que inva-dian su mente y prosiguió—, mi cuñada le gritaba a Car-los “sacate la mano del bolsillo”, porque llevaba la mano en el bolsillo —recordó entre risas—.

— Contale mamá quién te hizo el vestido.

— El vestido de casamiento me lo hice yo, aunque me de-cían que no me lo hiciera porque es yeta. Yo me lo hice igual porque yo cosía. Aprendí en lo de Foti donde yo trabajaba. La señora me enseñó a coser y a sacar los moldes de la revista Vogue. Después trabajé con una mo-dista en calle Belgrano y aprendí. Yo le cosía a mis hermanos también. A la Mafalda le hice el traje cuando se casó y a mis hermanos mas chiquitos les hacía las camisas, los pantalones… yo cosia de todo. Aprendí y después siempre cosí, a mi nieta también, hasta la ro-pita para las muñecas le hacía.

— ¿Te acordás mamá los fines de año? —una vez más su hijo intentó ayudarla a recordar un poco más sobre el barrio—.

— ¡Ah,si! cuando eran los fin de años tiraban bombas, yo vendía cohetes porque tenía un kiosquito en la déca-da del `60 más o menos. Era un arsenal… pero gracias a Dios nunca pasó nada. Era un peligro eso, tenía la ba-tea llena de cohetes… menos mal que mi marido ya no fu-maba.

— Pero cuando acá era de tierra ¿qué hacían con Juan Carlos, los Figueroa, los de acá a la vuelta? —volvió a insistir Cacho debido a su intento fallido—.

—¡Ay, no me acuerdo! ¡Ah, si! cortaban la calle y hacíamos baile. Nos juntábamos todos y también antes jugaban al carnaval los vecinos, era un cachiquengue —se acordó finalmente entre risas—.

Lentamente intentaba expresar lo que atesoraba en su memoria. Pero, emanaba de ella cierta añoranza, cierta nostalgia que no le permitía descubrir todo, tal vez por aquel pasado, tal vez por el mismo dolor de no poder recordar.

— ¿Qué recuerdos tiene del barrio? ¿Se acuerda de cuan-do vendía pan?

— ¡Ah! ¡cuando vendía pan! ¡Ay! yo era popular en el barrio… sí, era rico mi pan, mi pan casero… —recordó como repitiendo en voz baja—. Yo empecé a hacer pan porque don Céspedes le mandaba al trago y se gastaba el sueldo y, como no nos alcanzaba el dinero, yo hacía pan. —Una extensa y angustiosa pausa me obligó a inten-tar con otra pregunta, respetando sus tiempos—.

— Y, ¿la relación con sus vecinos?

— Siempre buena relacion, a mi me querían muchísimo acá en el barrio.

— La quieren —acoté. Bajó su cabeza, suspiró y con sus ojos mas brillantes que de costumbre, sonrió y continuó con su relato.

— Yo vendía mucho pan casero ¡si! Hacía bollitos con anís, cañoncitos, tortas caseras, pan con chicharrón, batata asada también, cuando hacia el pan aprovechaba el horno… ¡sí! yo cuando amasaba hacía de todo…
Me recorría todo el barrio. Compraba la grasa ahí en Los Hermanitos —haciendo referencia al supermercado que estaba ubicado a dos cuadras de su casa— y hacía el chicharrón y con esa grasa hacía el pan. Yo era famosa por el pan. Había otra señora también que hacia pan pe-ro… me decían a mi: “che Pepina, a mí me gusta el tu-yo”, y yo le decía: “el sol alumbra para todos, asi co-mo vende ella, vendo yo”. Y yo vendía todo mi pan, gra-cias a Dios vendía todo el pan. Y yo habré sido “Doña Pepina, la del pan casero” —se autodenominó con humor— hasta el `96 más o menos. Aunque ya habíamos mejorado la situación económica yo seguía vendiendo porque me gustaba recorrer todo el barrio. Además, todos me decí-an: “¿Y, Pepina? ¿el pan?”. Pero bueno, después empecé con mis problemas de salud y ya no podía amasar. Me sa-caron el pecho porque tenía un tumor y el médico me de-cía que no haga fuerza y bueno… —Sin hundirse en su tristeza, continuó con su relato¬— Primero yo iba con la carretilla a lo de mi hermano que tenía carpintería, buscaba la leña y yo la acarreaba, venía por la calle como si tal cosa —recordó alegremente.

— Una vez venía por el medio de la calle con un tronco ¡atado a la cintura! Ella siempre fue una mujer traba-jadora, vos la veías cortar los yuyos, haciendo fuerzas por muchas cosas —acotó Cacho—, también hizo de alba-ñil, ¿te acordas mamá?

— Ah! Si! Yo le ayudé a mi marido con esta casa. Me acuerdo que Carlitos era chiquito y papá me había hecho un corralito. Lo dejaba ahí, contra este rincón mien-tras levantaba la pared. Yo le hacía de peón de alba-ñil. Sí, yo trabajé mucho, ¡puf! Si mi marido me veía sentada me mandaba a hacer algo y él se sentaba y mira-ba. Y yo iba para todos lados. Y cuando se enojaba con-migo me corría y yo me escondía acá al lado donde vivía la familia Lopez. Por mí canalizaba toda su problemáti-ca… ¡Me tenía podrida! Yo no sé cómo lo aguanté tanto… siempre me preguntaban a mí y yo no sé, yo les decía porque soy de familia gringa, no estamos acostumbrados a dejarnos. Yo le aguanté mucho… —entre tantos suspiros de cansancio, Doña Pepina, tomó aire, y con una mirada, de esas que dicen mucho más que las simples palabras, continuó— pero bueno… yo lo quería, ¡qué va a ser!, por eso lo aguanté tanto.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire. Una pausa fue necesaria para continuar.

— Y en el barrio también crecieron sus tres hijos varo-nes y algunos de sus nietos.

— ¡Si, tres varones! y a mí me gustaba mucho el fútbol, yo soy de Boca. Carlitos, el menor, jugaba al fútbol y yo lo seguía para todos lados. Yo era fanática de Car-litos. Iba a la cancha de Peñarol, a la de Paraná, de Patronato, a Universitarios, lo seguía para todos la-dos. Y mi marido me seguía a mí —agregó, esta vez con una sonrisa, como recordando esos tiempos felices—. Y también dos de mis nietos crecieron acá. La María es la única mujer que tengo en la familia, ella siempre me abraza, me besa, es re cariñosa. Ahora tengo problemas con las piernas, no puedo caminar, me cuesta pero con esto me defiendo —apoyándose en su andador—. Pero gra-cias a Dios los tengo a ellos y no estoy sola.

¬— Y, ¿qué me puede decir de hoy?, ¿cómo continua su re-lación con los vecinos?

¬— Y, yo salgo a caminar hasta la esquina nomás, porque me cuesta. Me gusta mucho salir, así puedo seguir vien-do a mis vecinos. Pero como a mi me conoce todo el ba-rrio, cuando pasan por acá me saludan. Yo siempre estoy mirando para afuera mientras escucho la radio o tarareo alguna canción. A veces miro tele. Yo miro mucho fútbol y a veces algunas novelas. Pero ¡mirá! antes, cuando no había televisión, la gente se relacionaba más, siempre te quedabas charlando con los vecinos, pero bueno… los tiempos cambiaron… ¿dicen, no?

Y asi Doña Pepina selló su relato como invitándonos a reflexionar. Un relato en el cual se fusionaron muchos sentimientos, muchos recuerdos, recuerdos que estaban allí, en su memoria borrosa pero no olvidada.

1 comentario:

Marco Bainella dijo...

Qué preciosa nota!
Conocí muchos aspectos que no sabía de mi tía.
Gracias por difumdir estas experiencias. Muy buena iniciativa.
Marco Bainella