Vos haces tu vida interesante

Por Lia Pederzolli

Los habitantes del barrio Club Universitario son muy peculiares y salvo por algunos vecinos (entre ellos la entrevistada), casi nadie se habla entre sí. Según comentarios, no hay mucha identidad de buena vecindad, cada hogar hace su vida y los diálogos no se extienden de “buenos días, buenas tardes, hasta luego, ¿cómo le va?”. En la cuadra de calle Magnasco, por ejemplo, no hay asados, no hay fiestas de fin de año, nadie sabe el cumpleaños de nadie y si hay algún vecino nuevo nadie le da la bienvenida... es como si no existiera el barrio, sólo hay casas una al lado de la otra.

Llegando a la esquina de calle Francia hay una casita amarillenta cuyas paredes piden una nueva mano de pintura. 467 se llama a sí misma. Su propietaria, Darcy, es una mujer en sus tardíos cincuentas de amplia sonrisa.
Desde una habitación no lejana el televisor prendido hará compañía a la entrevista. “Siempre miramos televisión con el Carlos, nos gusta mucho mirar los policiales y esas series que pasan en el guarner o no se cómo se llama”. Contó que odia profundamente las novelas y que su pasión son las palabras cruzadas. Todos los meses se compra una revista. “Me gustan las bien difíciles, cuando tengo que ir al diccionario a buscar alguna respuesta”.
Creo que su gusto por el misterio se debe a que tiene una imaginación y una memoria privilegiadas. Ella a diferen-cia de los personajes de sus programas favoritos es sencilla y transparente. Una mujer simple como pocas.
Darcy es una mujer de un metro 60 de contextura rellena y cabeza amplia. Está orgullosa de su cabellera y sus numero-sas canas que nunca tapó con tintura.
Tiene ojos café y sonríe fácilmente. Es una mujer orde-nada y sincera en la vida. Se recibió de maestra en la escue-la Normal a los 16 años y todavía conserva la manía de usar muchos diminutivos para hablar. Siempre se vistió con colores alegres y ropa clásica.
Con la simpatía de siempre y durante las dos horas y me-dia que siguieron estuvimos dialogando sobre la vida, el tra-bajo, el amor y la familia.
Darcy es una “buscavida” simple y decidida. La única ma-teria pendiente que cree tener es estudiar en la universidad. Siempre le gustó pero nunca pudo hacerlo. “Antes estudiaban los que podían porque no todos podían bancar el estudio”, me explicó. Tuvo muchos trabajos: maestra, vendedora de ropa a domicilio, secretaria, organizó reuniones para vender “ta-pers” y muchos años de su vida trabajó en el ferrocarril. Viene de una familia pobre aunque no habló mucho de su niñez. Sólo se coló la explicación de que algo pasó entre sus padres y que su mamá se hizo cargo de ella y cuatro hermanos más cuando ella era sólo una niña. Su papá trabajaba en el ferro-carril y su mamá era modista.
Darcy es abuela de siete nietos cuyas fotos empapelan una de las paredes de la sala. Es de esas personas que pueden hablar hasta la madrugada sin parar, sin respirar y sin embargo siempre mantiene “el hilo” de la conversación. Hablar con ella es leer Las Mil y una Noches una y otra vez. Tiene un poder especial para llevarte de una historia a otra más aden-tro y dentro de esa historia a otra más adentro; pero siempre vuelve al relato principal y hace un cierre.

PERFIL

Darcy María Helia Cabrera de Dusse nació en Urdinarrain el 8 de abril de 1943. “El nombre Darcy es originario del Brasil”, me explicó. “Hay muchas “Darcys” de mi edad porque el presidente Vargas vino en 1943 del Brasil de visita con su esposa que era tan bonita y simpática que las mujeres le pu-sieron a sus hijas ese nombre. Tengo tres nombres: Darcy Ma-ría Helia, como el dios helio. Ese nombre no sé por qué me lo puso mi mamá, a todos nos puso nombres raros”.
Se casó con Carlos Dusse en 1967. se conocieron en un baile de tango con Alfredo DeAngeli y su orquesta en el club Neuquen. “Éramos bailarines de tango. Antes se hacían bailes familiares, bailes en los clubes, “asaltos”: las chicas lle-vábamos la comida y los chicos la bebida. Esos eran los pri-meros bailes de los chiquilines”.

DIALOGAMOS ASÍ...

—¿Siempre fuiste a los bailes?
—Yo empecé de muy chiquita a concurrir, 12 o 13 años, porque la acompañábamos a mi hermana más grande que tenía unos 20 años. Íbamos en grupos grandes con mis amigas, siempre con alguna madre, abuela o hermana mayor. Eran bailes para ir bien coquetas, con cartera, guantes y todo. Sombrero nunca usé porque no me gustan; pero había que ir bien linda. Y no-sotros éramos pobres porque mami no tenía, pero como cocía teníamos hasta tres tapaditos cada una, que en esa época era un montón.

—¿Cómo fue verlo a Carlos?. ¿O te vio él?
—Creo que nos vimos mutuamente y él me sacó a bailar. Carlos estaba sólo con su amigo y yo en grupo. Es más grande que yo casi tres años, por eso andaba solo. Además nunca fue de te-ner muchos amigos. En ese tiempo salía con uno medio atorran-te, mujeriego, para el piringundín. Pero a él lo tenían cor-tito en la casa así que nunca me preocupé. Antes era otra co-sa.

—¿Qué más te acordás de esos bailes?
—Nosotras íbamos al club Neuquen cuando quedaba en calle Ra-sedo y Av. De las Américas. Traían hasta cinco orquestas por noche y todas con músicas distintas, no era solamente tango. Había una orquesta central que venía de Buenos Aires y las locales. Rasiatti, Los Cinco Latinos, orquestas brasileras en época de carnaval, de todo salíamos a ver. ¡y así de gente! Lleno, lleno –agregó juntando los dedos de su mano explicando que no cabía ni un alfiler en el lugar.
Eran hermosos esos bailes, nos divertíamos... era volver en pata de tanto bailar. Lindas épocas, más tranquilas. Podías volver tarde a tu casa y no pasaba nada; ahora no se puede andar ni de día.

—¿Estuvieron mucho tiempo de novios con Carlos?
—Y sí, tres años.

—¿Era mucho tres años?
—Bueno, ahora hay de todo: algunos andan seis meses y se ca-san, otros no se casan nunca.

—¿Creés que es más difícil desde punto de vista económico em-pezar una familia ahora?
—Yo creo que antes era tan difícil como ahora pero no éramos tan pretenciosos. Ahora las chicas, y los muchachos también, aspiran a casarse y tener esto, tener lo otro. Antes se casa-ban con el rejunte. Nosotros por ejemplo, compramos el juego de muebles del dormitorio y lo dejamos en la mueblería como por un año y la mesa que todavía tengo y el juego de batería de cocina. Eso es todo, no compramos nada más.
No tenía lavarropa, no tenía heladera, no tenía televisor... bueno, ni existía.
Enseguida compramos la heladera pero nada más. ¡Imaginate! Yo era maestra, y maestra suplente. Y el Carlos es tornero, siempre trabajó en la fuerza aérea.

—¿Qué recordás de tus días como maestra?
—Yo me fui al campo a trabajar porque ahí se conseguía traba-jo más fácil. La ciudad era otra cosa, por año se recibían muchas maestras y era muy difícil encontrar dónde dar clases. Me acuerdo que me iba los Domingos a la tarde o Lunes por la mañana y volvía los viernes. Después, cuando nos casamos con el Carlos, trabajé poco en Paraná.

—¿Cómo era la docencia en ese tiempo?
—Algunas cosas han cambiado, sobre todo los chicos. Yo estuve casi diez años trabajando como maestra, siempre de suplente y los chicos del campo son diferentes, siempre tienen ganas de aprender y para ellos la maestra merece mucho respeto. En cambio acá me tocó hacer una suplencia en la escuela Nº 21 J. B. Teran, frente a la cárcel. Me tocó un quinto grado de re-pitentes a la tarden ¡imaginate!. Sufrí horrores. Tuve que ir conquistándomelos de a poquito. Había un chico, pobrecito, era terrible, un demonio. Ese fue el que más me costó. En aquel entonces no existía eso de mandarlos al psicopedagogo pero ese chiquilín era material de psicólogos.
Las gurizas terribles, pero después que lo tuve al Javier me adoraban. Me iban a planchar los pañales, en la época en que los pañales se planchaban.
Los pisos de esa escuela, no me los olvido más, estaban suel-tos y siempre rotos.
Después hice una suplencia en la Escuela Hogar uno meses pero no quise seguir porque tenes que ser muy sargentona. Era muy brava esa escuela, los chicos llevaban armas, trabajaban.

—Casi diez años trabajando como suplente... ¿Por qué nunca fuiste titular?
—La docencia es un trabajo hermoso; pero para vivir de eso no sirve. Yo siempre lo digo, en este país vivir de la docencia no se puede. Además, creo que está bien que la mujer trabaje pero en un trabajo complementario, para ayudar en la casa con otro sueldito, ayudando al marido. Y si te toca trabajar para mantener una familia con la docencia no se puede. No es un trabajo feo pero está mal pago para lo que es, lo que signi-fica ser maestro. Este país no valora a los educadores.

—¿Siempre trabajaste de maestra?
—En 1966 trabajé como secretaria en el Ministerio de Justicia pero tuve que dejar después de casarme porque no querían se-ñoras trabajando. Trabajé un año entero como secretaria pero tuve que dejar porque me casé. Ahí tenías que ser soltera porque ellos no querían que nadie se ausentara por materni-dad. Ahí sí que discriminaban. Y después mi mamá me anotó pa-ra ferroviario; porque mi papá era ferroviario y los hijos tenían prioridad para entrar a trabajar. Es dinástico.

—¿Y en el resto de tus trabajos sufriste discriminación?
—Y un poco sí. Bueno, en el magisterio no ahí éramos nosotras las que discriminábamos a los varones –dice con mirada pícara y leve tono de venganza-. En el ferrocarril no tenías la dis-criminación del Estado, porque nos pagaban a todos igual y no había comentarios cuando las mujeres quedaban embarazadas ni nada. Pero la discriminación era diferente. Yo trabajaba ro-deada de hombres, en ese trabajo la mayoría eran hombres pero siempre hubo respeto entre los compañeros. Por ahí un doble sentido o cuando se juntaban a charlar ellos hablaban mal, con malas palabras; pero a nosotras nos respetaban bastante.

—¿La discriminación era más bien “cultural” entonces?
—La mujer es distinta que el hombre, creo que es más empren-dedora. El hombre es más parco, se queda en un lugar cómodo. Allá cada tanto nos hacían rendir para ir avanzando y muchos, sobre todo los varones, creían que porque estaban hace mucho tiempo no tenían que rendir. Yo me tragaba los libros para sacar buenas notas siempre.
Para mí está bien lo que hacían porque si bien los hijos de ferroviarios teníamos prioridad sobre los demás, tenías que estudiar y rendir. Muchos renegaban por eso y algunos ni si-quiera habían terminado la escuela entonces veían cómo una avanzaba más.

—Así que no sólo porque eras mujer sino porque te iba mejor.
—Sí, no sé si me iba mejor. Yo estudiaba, soy docente y sé lo que son los números, el orden y esas cosas. En el trabajo que nosotros hacíamos se necesitaba tener todo ordenadito. Enton-ces los que habíamos estudiado crecíamos más que los que es-taban trabajando hace mucho más tiempo.
También sufrí discriminación política. Pero eso es otra his-toria, fue más por hacer la contra que otra cosa. Todos mis compañeros eran peronistas, todos, todos; y yo la verdad es que no tenía muchas cosas claras, no sabía nada de política pero sí era antiperonista. Entonces, cuando todos se afilia-ban al peronismo yo me hice radical. No hablaba nuca de polí-tica porque ellos ya sabían, pero lo cierto es que en esos tiempos la política no me interesaba, tenía cuatro criaturas en casa que me esperaban, ¡qué me va a interesar la políti-ca!. Además, la mujer no se metía mucho en esas cosas, no era un tema de mujeres. Nosotras éramos amas de casa y de políti-ca no hablábamos mucho.
Con los años me fui interesando más, cuando volvió la demo-cracia con Alfonsín. Pero es muy falsa la política.

—¿Y en qué consistía tu trabajo en el ferrocarril?
—Yo hice de todo –comentó llena de satisfacción-, eso es lo que siempre me gustó de ese trabajo, que terminabas haciendo de todo. Lo que más hice fue la parte de inventario: ordenar los repuestos que venían, para dónde salían, qué necesitaban las locomotoras; esas cosas. Estuve 22 años trabajando y no más porque después se terminó todo.

—¿Cómo viviste esos tiempos finales?
—Fue hermoso cuando había mucho trabajo, no te dabas cuenta y ya eran las 12 del mediodía y faltaba una horita. Después, desde el año ‘89 empezó la decadencia, los recortes con las locomotoras. Yo estaba en ese entonces en la parte de reapro-vistamiento de la locomotora, de los insumos, repuestos. Cuando se llevaron una de las dos locomotoras que había acá fue muy triste. Las cosas empezaban a paralizarse. Ahí empezó el trabajo psicológico: “van a cerrar, van a quedarse todos en la calle”, mandar a la casa a los mayores de 57 años y co-sas así. Vino el primer retiro voluntario y se fue un buen grupo. Yo seguí porque no quería creerles mucho. Aunque el ambiente ya era más feo.
Un día llegó una lista con tres o cuatro nombres y yo estaba, entonces me despidieron. No dije ni mu pero fue una sorpresa para todos porque uno pensaba que iban a echar al sinvergüenza o al borrachón pero resulta que nos echaron a los mejorcitos. Me trajo un jefe a mi casa y le conté al Car-los pero lo tomó re bien. Al otro lunes me llamaron diciendo que no me habían despedido nada, que había sido un error y la lista quedó sin efecto. Supongo que tendrían que habernos in-demnizado mucho y por eso habrán preferido que volvamos. Igualmente en 1991 hubo otro retiro voluntario y se fue la gran mayoría. Yo seguí.
Al año siguiente ya dejé.

—¿Te costó tomar esa decisión? ¿Les daban alguna explicación de por qué se venía todo abajo?
—No me costó dejar porque no se podía más. ¡No había nada, ni personal de limpieza! Las cucarachas te llevaban alzada. El tren ya no andaba, ya habían sacado todo. Menem privatizó porque supuestamente daba pérdida de 1 millón de pesos por día pero no se por qué ahora les dan subsidios a los priva-dos. Todos fueron negociados.

—Cuando escuchas que van a poner un tren bala, ¿qué opinas?
—¡Ah!, ¿sabés que digo? Pongan los trenes de nuevo para los pueblitos del interior. El tren bala es para los ricos y los turistas –la indignación inundó su rostro y sus palabras. La verdad es que nosotros somos un pueblo manso, ¡en las que es-tuvimos y no le armamos una revolución!
Deberían hacer fabriquitas, hagan escobas con lo caras que están, escobas de palma como las de antes. Hay tantas cosas para hacer, en vez de pagarles ese sueldito que les pagan por no hacer nada enséñenles a cocer a las mujeres. Que se pongan a hacer sábanas, toallas, cortinas, colchas para los hospita-les, guardapolvos para los chicos pobres. Con poquito se po-drían hacer tantas cosas, hoy el país tiene los medios para hacerlo –sentenció con énfasis.

—¿Ya no volviste a trabajar en relación de dependencia?
—No, y con la indemnización del retiro voluntario me hice unos pesitos paseándola de banco en banco.

—En los tiempos de la plata dulce.
—¡Claro! Si te dejaban poner la plata hasta a 15 días con in-tereses de hasta el 30%. Con los intereses nosotros pagamos las cuentas todo ese tiempo, casi ni sentimos que no estaba mi sueldo. Después compramos una casita más o menos y la arreglamos un poco y la pusimos a alquilar.

—¿Te costó dejar de trabajar?
—No, porque yo dejé de trabajar y vino mi primera nieta.

—¿Cómo fue trabajar y ser mamá a la vez?
—Siempre tuve alguna chica que se quedaba a la mañana porque los chicos iban de tarde a la escuela y yo trabajaba de 6 a 13. Pero tuvimos algunas malas experiencias y el Carlos pudo cambiarse y trabajar de tarde entonces a la mañana había al-guna chica pero el papá también estaba y cuando volvían de la escuela ya estaba yo.

—¿Tus hijos entendían que tenias que trabajar?
—En general sí, a veces la más grande se ponía a los gritos porque me iba. Yo me ponía mal, a veces me iba lagrimeando en el colectivo o andaba con la cara larga toda la mañana. Pero son los sacrificios que hay que hacer. Al final del día vos haces tu vida interesante.

En el 467 de calle Magnasco, barrio Club Uiversitario, las puertas de un hogar se abrieron para recibir a La ventada ciudadana. Próximamente será el turno del barrio Juan Manuel de Rosas de reconfirmar que “Todos tenemos historias para contar”.

El sol alumbra para todos

Por María Cecilia Pereyra

Como todo barrio tiene sus personajes, nuestro 3 de Febrero, emplazado en el cada vez más populoso barrio San Agustín, también los tiene. Son esas personas, a las que se conoce por algo. Se las conoce poco, pero todos sabemos de quién estamos hablando cuando, al menos, se pronuncia su sobrenombre.

Este es el caso de esa señora bajita, de cabellos blan-cos, ojos azules y una sonrisa distinguible, Doña Pepina, esa hermosa mujer que recorría el barrio repartiendo su pan casero. ¡Sí! La del pan casero.
Doña Pepina nació en nuestra ciudad el 9 de julio de 1933 y aún sigue viviendo, como desde hace varios años, en su casa de calle Galán al 1800. Esa casita que se destaca por tener en su frente un Aguaribay y en su entrada un alto y ancho arco de cemento de color amarillento. Un sendero que comienza en la vereda nos marca la dirección exacta para encontrarla. Allí estaba “la Pepi”, sentada en su sillón, pispeando hacia fuera. El día estaba espléndido y a pesar de sus años ella pare-cía brillar con el sol. Quien conoce un poco más de ella asegurará que su alegría se debía a que ese dia había llegado su hijo, Cacho, el sacerdote que vive desde hace varios años en Salta.
Dispuesta a conversar como siempre, y ansiosa por res-ponder los interrogantes, exclamó su única condición: “Vos me vas a ayudar, porque yo no sé si me acuerdo mu-cho”.

— Para empezar, Doña Pepina, ¿cuál es su verdadero nom-bre?

— Norca, mi verdadero nombre es Norca. Es un nombre ru-so porque mis padres tenían unos amigos rusos y la se-ñora se llamaba así, entonces mi papá, en honor a ella, me puso Norca — y entre risas agregó—, habrá estado enamorado papá, porque era muy enamoradizo. Y no es Pe-pina si no Pipina, que quiere decir muñeca. Dicen que yo era muy linda cuando era chica y me llamaban así. Pero acá, los criollos, me empezaron a decir Pepina. Y mi apellido es Bainella que significa bahia chica, y mi mamá era Cantoni. Soy de descendencia italiana. De Údi-ne, cerca de Venecia, al norte de Italia, al límite con Austria. Tengo familia en Austria por parte de papá y en Estados Unidos por parte de mi mamá. Hasta los 80 nos contactábamos pero ya después se fue diluyendo, es tan lejos. Pero mis padres son de Údine y ellos eran vecinos.

— ¿Cómo llegaron a la Argentina?

— Mi papá vino primero, estuvo unos años acá solito y le mandó la plata a mamá para que viniera. Le mandó una carta diciéndole que si estaba casada que lo disculpara y que si no lo estaba que se viniera para aquí, que la esperaba para casarse. Entonces, mi mamá se vino. Ella iba a venir en el Mafalda, ese barco atlántico que se hundió, pero mi mamá tomó el siguiente barco que era el Estela Maris. —Entre tantas anécdotas agregó—: La María, mi nieta, lo escribió a todo eso, es hermosa la historia. Mamá llegó con una familia amiga de Italia. Era jovencita, no conocía a nadie y, como no hablaba el idioma, andaba con papelitos. Gracias a Dios, subió al tren y llegó acá, a la estación de Paraná, y ahí la es-peraba papá, que era re romántico, en un carro mateo. ¿Viste esos que había antes? Esos de cuatro ruedas tipo para paseo que eran los taxis de la época, cerrados, con chofer, y él la esperó a mi mama ahí. La buscó y la llevó a vivir a calle Pellegrini, de Sebastian Vasquez para abajo. Ahí teniamos la carpintería, mi papá era carpintero, era la octava o novena generación de familia de carpinteros y mis hermanos mayores, el Italo y el Chichito, la continuaron. —Doña Pepina parecía nece-sitar unos instantes en su relato para organizar sus recuerdos y continuar—¬. Ahí nací yo. Dicen que era muy hermosa cuando nací, que era una muñeca, sí, sí. Había una señora que quería que mamá me diera y mamá tenía miedo de sentarme en la puerta, de que me fueran a ro-bar. Era una señora que me codiciaba mucho porque yo era muy bonita, con rulitos, ojos celeste. Entonces mi mamá, que hablaba muy poco castellano porque no tenia mucha relacion con la gente, tenía miedo y no me senta-ba en la puerta.

— Entonces, Norca, usted tiene hermanos, ¿cuántos?

— Sí, diez hermanos somos. Vivíamos ahí cerquita de donde está la farmacia, ahí vive la Juana ahora. La mayoría nació en esa casa, los más grandes en calle Pe-llegrini, pero nos mudamos para acá.
Éramos diez hermanos, éramos unos cuantos… y mirá los nombres que nos ponian: el primero Italo Argentino; después la Mafalda; la tercera soy yo, Norca por esta gente; Aurora Bienvenida; otro Adolfo Benito, Adolfo por Hittler y Benito por Mussolini —confesó como en se-creto—, después está la Florencia Vitalia, la Alicia… eramos muchos.

Las pausas en su relato eran cada vez más recu-rrentes y aunque a veces revelaba los vacios en sus re-cuerdos, retomaba la palabra para seguir contando aun-que a veces desviándose de la historia.

— ¿En qué año se vino a vivir al barrio?

— ¡Ay! eso no me acuerdo… Yo nací en calle Pellegrini. Ahí crecí un poquito como hasta los cinco o seis años, después me mudé a dos cuadras para allá, antes de lle-gar a Montiel. Cuando me casé, viví unos años por Ave-nida Ramirez pero después compramos este terreno y me vine de nuevo para el barrio. Yo en el barrio conozco a todos, hacé de cuenta que me crie acá. Tengo 74 años y estoy acá hace como 68. Al barrio lo conozco bien. Co-nozco a todos, hasta la Adela. ¡No! más lejos, hasta el puente. ¡Sí! tenía muchísimos conocidos —concluyó con cierta nostalgia—.

— ¿Qué recuerdos tiene del barrio de cuando usted era chica?

— Era todo campo —una nueva pausa emergió como permi-tiéndole recorrer el barrio con su memoria—, estaba la quinta de don Carmelo, después vino a vivir doña Chela… La familia Torrilla, estaba la Nely Vasquez, los Figue-roa, nosotros, don Romero, los Prado no estaban, los Sione tampoco… Nuestra casa era todo campo, estaba don Rios, la Magdalena no había llegado todavía en esa épo-ca, los Reichert tampoco y ¿cómo era que se llamaba el viejito ese?… Después estaban los Villalva, la casa de mis padres, los Vicentin, don Cáceres, los Ortiz y en frente Ricardo.¬ —Se jactaba de nombrarlos a cada uno, como queriendo dar cuenta de que conocía a todos y que, a pesar de algunas distracciones en su memoria producto de su edad y de sus enfermedades, no olvidaba sus veci-nos. Y continuó…¬— Y más antes, cuando vivía con mi papá y mi mamá, todo era quinta… estaba la quinta de doña Angela Solari. La familia Solari fue uno de los prime-ros pobladores que tenían todo ese campo para allá, y después habia otro Solari mas acá, que papá le robaba los choclos, los traía y los cocinaba por que decía que dejaban que se pudrieran, entonces él los sacaba antes —recordó con una risa cómplice—.
Por acá todas las calles eran de tierra y por aquí pa-saban las vacas que llevaban al matadero (que estaba en La Floresta), y una vez se ganó una vaca en mi casa. Mi mamá estaba sentada en la puerta y una vaca mala se me-tió en mi casa y nos escondimos y entró el hombre que las arriaba y la sacó —comentó como perpetuando su ni-ñez.

— ¿A qué escuela iba?

— Yo iba a la escuela 20, la Calderón, pero a la vieja que estaba ahí, sobre Calderón, donde ahora es la téc-nica. Empecé ahí y después nos mudamos a la otra. Hice la primaria hasta sexto grado nomás. Mis nietos fueron ahí tambien pero a mi hijos los mandé a la Bavio porque como yo tenia un carácter bien fuerte, una vez me peleé con la maestra, con la señorita de quinto grado.

— ¿Por qué?

— No me acuerdo… ¡Ah!sí, era porque Evita había mandado cosas. Y a mí, la maestra no me había dado nada porque mi papá era carpintero. Y yo me enojé y ¡le dije de to-do! Me paré en el banco y le dije de todo. Y una chica Zapata de apellido me decía: “Pepina, ¿cómo te animaste a decirle?”, y yo le respondí: “le dije la verdad, por-que mi papá no es rico, mi papá es pobre. Nosotros so-mos diez hermanos”, y la señorita me tuvo que dar. En esa época nos pedían la talla de todos los niños y en-tonces yo le reclamaba el bolsito que me pertenecía. Y eso habrá sido en el `45 más o menos, y yo tenía carác-ter medio fuerte, así que… no me dejaba llevar por de-lante así nomás, ¡nooo!

¬— Contale, mamá, qué hacían con los zapatos cuando había barro —la interrumpió Cacho pretendiendo guiarla en su relato para que continue—.

—¡Ah!Era todo barro, entonces dejábamos los zapatos allí en la esquina del puente donde vivía un viejito. Íbamos con zapatillas y dejábamos los zapatos ahí para cambiarnos cuando salíamos. A veces cuando íbamos a los bailes también.

— Y cuando salían a bailar, ¿a dónde iban?

— Ibamos a bailar al club Paraná y al Neuquén también, que estaba por Racedo, y cuando estaba el ferrocarril había más vida ahí. Y de allá volvíamos toda la barrita a pie. Yo iba con una amiga y con la Villalba, ella me pedía a papá. Yo era re bailarina —afirmó orgullosa— y también bailaba con el Tino que siempre me sacaba a mí porque le gustaba cómo yo bailaba. ¡Le sacábamos viruta al piso! Me gustaba mucho el baile y también era canto-ra. Siempre cantaba y una vez don Vasquez me quería llevar a LT 14 para que yo cantara, pero mi marido era de más celoso y no me dejaba. —Su mirada se desvió hacia una de las fotos de la repisa en la que se halla-ba con su marido e intentando retomar el diálogo conti-nuó…— Yo estaba meta baile en el Neuquén y mi marido me miraba porque yo bailaba con un amigo de él, pero Car-los no sabia bailar.

— Eso era cuando andaba de novio con papá, con don Cés-pedes —interrumpió Cacho nuevamente habilitado por la pausa de su mamá, mientras tomaba la foto—.

— Cuénteme un poco de cuando se casó, ¿cómo conoció a su marido?

— Lo conocí en la casa de Santa Cruz, que era casado con mi hermana. Carlos había ido a hacer un trabajo y, ¿sabes cómo me conquistó? Yo estaba ahí parada debajo de una ventana y me traía vino —contaba mientras pare-cia revivir ese momento con cierta picardía—, a cada ratito me convidaba con vino, y yo por no decirle que no, tomaba un poquito. Me casé por iglesia en la Sagra-do Corazón, en la Saenz Peña —entre tantas pausas para recordar no se privó de contar las anécdotas que inva-dian su mente y prosiguió—, mi cuñada le gritaba a Car-los “sacate la mano del bolsillo”, porque llevaba la mano en el bolsillo —recordó entre risas—.

— Contale mamá quién te hizo el vestido.

— El vestido de casamiento me lo hice yo, aunque me de-cían que no me lo hiciera porque es yeta. Yo me lo hice igual porque yo cosía. Aprendí en lo de Foti donde yo trabajaba. La señora me enseñó a coser y a sacar los moldes de la revista Vogue. Después trabajé con una mo-dista en calle Belgrano y aprendí. Yo le cosía a mis hermanos también. A la Mafalda le hice el traje cuando se casó y a mis hermanos mas chiquitos les hacía las camisas, los pantalones… yo cosia de todo. Aprendí y después siempre cosí, a mi nieta también, hasta la ro-pita para las muñecas le hacía.

— ¿Te acordás mamá los fines de año? —una vez más su hijo intentó ayudarla a recordar un poco más sobre el barrio—.

— ¡Ah,si! cuando eran los fin de años tiraban bombas, yo vendía cohetes porque tenía un kiosquito en la déca-da del `60 más o menos. Era un arsenal… pero gracias a Dios nunca pasó nada. Era un peligro eso, tenía la ba-tea llena de cohetes… menos mal que mi marido ya no fu-maba.

— Pero cuando acá era de tierra ¿qué hacían con Juan Carlos, los Figueroa, los de acá a la vuelta? —volvió a insistir Cacho debido a su intento fallido—.

—¡Ay, no me acuerdo! ¡Ah, si! cortaban la calle y hacíamos baile. Nos juntábamos todos y también antes jugaban al carnaval los vecinos, era un cachiquengue —se acordó finalmente entre risas—.

Lentamente intentaba expresar lo que atesoraba en su memoria. Pero, emanaba de ella cierta añoranza, cierta nostalgia que no le permitía descubrir todo, tal vez por aquel pasado, tal vez por el mismo dolor de no poder recordar.

— ¿Qué recuerdos tiene del barrio? ¿Se acuerda de cuan-do vendía pan?

— ¡Ah! ¡cuando vendía pan! ¡Ay! yo era popular en el barrio… sí, era rico mi pan, mi pan casero… —recordó como repitiendo en voz baja—. Yo empecé a hacer pan porque don Céspedes le mandaba al trago y se gastaba el sueldo y, como no nos alcanzaba el dinero, yo hacía pan. —Una extensa y angustiosa pausa me obligó a inten-tar con otra pregunta, respetando sus tiempos—.

— Y, ¿la relación con sus vecinos?

— Siempre buena relacion, a mi me querían muchísimo acá en el barrio.

— La quieren —acoté. Bajó su cabeza, suspiró y con sus ojos mas brillantes que de costumbre, sonrió y continuó con su relato.

— Yo vendía mucho pan casero ¡si! Hacía bollitos con anís, cañoncitos, tortas caseras, pan con chicharrón, batata asada también, cuando hacia el pan aprovechaba el horno… ¡sí! yo cuando amasaba hacía de todo…
Me recorría todo el barrio. Compraba la grasa ahí en Los Hermanitos —haciendo referencia al supermercado que estaba ubicado a dos cuadras de su casa— y hacía el chicharrón y con esa grasa hacía el pan. Yo era famosa por el pan. Había otra señora también que hacia pan pe-ro… me decían a mi: “che Pepina, a mí me gusta el tu-yo”, y yo le decía: “el sol alumbra para todos, asi co-mo vende ella, vendo yo”. Y yo vendía todo mi pan, gra-cias a Dios vendía todo el pan. Y yo habré sido “Doña Pepina, la del pan casero” —se autodenominó con humor— hasta el `96 más o menos. Aunque ya habíamos mejorado la situación económica yo seguía vendiendo porque me gustaba recorrer todo el barrio. Además, todos me decí-an: “¿Y, Pepina? ¿el pan?”. Pero bueno, después empecé con mis problemas de salud y ya no podía amasar. Me sa-caron el pecho porque tenía un tumor y el médico me de-cía que no haga fuerza y bueno… —Sin hundirse en su tristeza, continuó con su relato¬— Primero yo iba con la carretilla a lo de mi hermano que tenía carpintería, buscaba la leña y yo la acarreaba, venía por la calle como si tal cosa —recordó alegremente.

— Una vez venía por el medio de la calle con un tronco ¡atado a la cintura! Ella siempre fue una mujer traba-jadora, vos la veías cortar los yuyos, haciendo fuerzas por muchas cosas —acotó Cacho—, también hizo de alba-ñil, ¿te acordas mamá?

— Ah! Si! Yo le ayudé a mi marido con esta casa. Me acuerdo que Carlitos era chiquito y papá me había hecho un corralito. Lo dejaba ahí, contra este rincón mien-tras levantaba la pared. Yo le hacía de peón de alba-ñil. Sí, yo trabajé mucho, ¡puf! Si mi marido me veía sentada me mandaba a hacer algo y él se sentaba y mira-ba. Y yo iba para todos lados. Y cuando se enojaba con-migo me corría y yo me escondía acá al lado donde vivía la familia Lopez. Por mí canalizaba toda su problemáti-ca… ¡Me tenía podrida! Yo no sé cómo lo aguanté tanto… siempre me preguntaban a mí y yo no sé, yo les decía porque soy de familia gringa, no estamos acostumbrados a dejarnos. Yo le aguanté mucho… —entre tantos suspiros de cansancio, Doña Pepina, tomó aire, y con una mirada, de esas que dicen mucho más que las simples palabras, continuó— pero bueno… yo lo quería, ¡qué va a ser!, por eso lo aguanté tanto.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire. Una pausa fue necesaria para continuar.

— Y en el barrio también crecieron sus tres hijos varo-nes y algunos de sus nietos.

— ¡Si, tres varones! y a mí me gustaba mucho el fútbol, yo soy de Boca. Carlitos, el menor, jugaba al fútbol y yo lo seguía para todos lados. Yo era fanática de Car-litos. Iba a la cancha de Peñarol, a la de Paraná, de Patronato, a Universitarios, lo seguía para todos la-dos. Y mi marido me seguía a mí —agregó, esta vez con una sonrisa, como recordando esos tiempos felices—. Y también dos de mis nietos crecieron acá. La María es la única mujer que tengo en la familia, ella siempre me abraza, me besa, es re cariñosa. Ahora tengo problemas con las piernas, no puedo caminar, me cuesta pero con esto me defiendo —apoyándose en su andador—. Pero gra-cias a Dios los tengo a ellos y no estoy sola.

¬— Y, ¿qué me puede decir de hoy?, ¿cómo continua su re-lación con los vecinos?

¬— Y, yo salgo a caminar hasta la esquina nomás, porque me cuesta. Me gusta mucho salir, así puedo seguir vien-do a mis vecinos. Pero como a mi me conoce todo el ba-rrio, cuando pasan por acá me saludan. Yo siempre estoy mirando para afuera mientras escucho la radio o tarareo alguna canción. A veces miro tele. Yo miro mucho fútbol y a veces algunas novelas. Pero ¡mirá! antes, cuando no había televisión, la gente se relacionaba más, siempre te quedabas charlando con los vecinos, pero bueno… los tiempos cambiaron… ¿dicen, no?

Y asi Doña Pepina selló su relato como invitándonos a reflexionar. Un relato en el cual se fusionaron muchos sentimientos, muchos recuerdos, recuerdos que estaban allí, en su memoria borrosa pero no olvidada.

La permanente presencia de “Ausencias”

Por María Cecilia Pereyra

La muestra fotográfica Ausencias, expuesta desde hace ya una semana en el Museo Provincial de Bellas Artes Pedro E. Martínez de nuestra ciudad, continuará hasta el martes 3 de junio. Se trata de la obra del fotógrafo Gustavo Germano que sintetiza a través del lenguaje y la fuerza propia de las imágenes, el dolor y la ausencia de los más de 30.000 detenidos-desaparecidos que dejó la ultima dictadura militar argentina.
Germano es entrerriano residente en Barcelona desde hace varios años y no es ajeno a las historias que re-fleja en esta obra ya que su hermano mayor, Eduardo, es detenido-desaparecido.
Cada uno de los catorce casos que forman parte de “Ausencias” están representados por dos fotografias. La primera (en blanco y negro) se trata de una foto espontánea, de la vida cotidiana, extraída de álbumes familiares hace más de treinta años, en la que una o algu-nas de las víctimas del terrorismo de Estado se encuentra junto a su familia y/o amigos. La otra, más reciente, realizada por Germano en los mismos lugares generando situaciones similares con algunos de los protagonistas de la anterior, denuncia las ausencias.
Debajo de cada fotografia espontánea se leen los nombres de sus integrantes. En la de al lado, algunos nombres se repiten y un punto marca la presencia de cada una de las ausencias que se visibiliza en la fotografía.
Nadie puede pasar indiferente, es imposible no conmo-verse ante cada historia allí representada. Uno recorre la sala y al detenerse frente a cada imagen, el silen-cio acompaña la memoria de las ausencias que allí se expresan.
Claudio Marcelo Fink está sentado escuchando la radio en el comedor familiar junto a su madre. A su derecha, otro retrato en el mismo lugar. La misma señora denotando el paso del tiempo y el dolor de la ausencia, posa esta vez junto a la silla vacía. Su hijo fue secues-trado en 1977, desde entonces continúa detenido desaparecido.
Otra de las fotografías espontáneas imortaliza la juventud de Silvia Ester Bianchi y su amiga Ramona senta-das en la puerta de su casa. En la fotografía contigua, 33 años después, Ramona está sola frente a la misma ca-sa recordando las charlas con su amiga. Silvia estaba embarazada cuando fue asesinada junto a su marido en agosto de 1976.
Cada una de estas historias plasmadas en imágenes, representan las miles de personas que fueron arrancadas de su cotidianeidad. El contraste y, a su vez, las si-militudes en las fotografías dan testimonio de más de treinta años de ausencia y del dolor de los que están, de los que viven esa ausencia que se hace presente en cada recuerdo.
En la sala, también, se puede acceder al documental de realización en el que se muestra el recorrido que realizó Germano por nuestra provincia, para poder mostrar a través de los presentes, las ausencias.
La muestra fotográfica se llevó a cabo con la colabora-ción del Registro Único de la Verdad de la provincia de Entre Ríos, la Asociación de Familiares y Amigos de Detenidos Desaparecidos de Entre Ríos (Afader) y la agrupación HIJOS Regional Paraná, producida y patrocinada por la Fundación Casa América Catalunya.
El Concejo Deliberante de la Municipalidad de nuestra ciudad la declaró de valor histórico e interes cultu-ral.
La exposicion de Gustavo Germano permanecerá en el Museo de Bellas Artes –Buenos Aires 361- hasta el martes 3 de junio para luego continuar con su gira hacia Chile y otros países de Latinoamérica.